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Reflexión ante la hecatombe.

Por Carlos Sangiovanni

Ilustración: Sangiovanni

La tercera guerra mundial se ha desatado. El enemigo, un microscópico virus que ha puesto en estado agónico a las economías más destructivas y poderosas de la tierra; planeta que las grandes fortunas del mundo han masacrado por años y que hoy responde con un arma devastadora, el COVID-19. 

El planeta se la está cobrando. Por años, los seres humanos han saqueados sus selvas y bosques, han envenenado sus fuentes acuíferas, su fauna ha sido diezmada, su atmosfera corrompida. Las grandes potencias han sido las mayores responsables de esta acometida. Sus guerras, sus explotaciones mineras, el afán consumista, el desprecio e irrespeto al medio ambiente, ha sido respondida con una pequeña muestra de su fuerza, para poner de rodilla a sus economías y formas de vidas.

Hoy sus mercados de valores se derrumban. La naturaleza pone a temblar a bravucones gobernantes que desestimaron la importancia de preservarla.  Las industrias están semiparalizadas, los seres humanos se enclaustran, cierran fronteras, la muerte microscópica circula por sus calles, callejones y avenidas, buscando a sus próximas víctimas. El planeta respira, toma una bocanada de aire puro, la disminución del desplazamiento contaminante,  ha permitido volver a ver las estrellas en el manto nocturno.

Todos, embozados y apartados unos de otros, caminamos como fantasmas temerosos ante la pestilencia silente. Nos enguantamos las manos y miramos asqueados el sucio papel moneda, que al mismo tiempo que puede comprar bienes, también puede cargar la muerte.

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